Para Messi y Argentina, la espera (extra) valió la pena
LUSAIL, Catar — Lionel Messi tuvo que esperar, esperar y esperar. Tuvo que esperar a los 35 años. Tuvo que esperar hasta haber perdido una final de la Copa del Mundo. Tuvo que esperar luego de que parecía que la había ganado para Argentina en el tiempo regular. Y tuvo que esperar luego de que creyó que había derrotado a Francia una vez más en tiempo extra.
Tuvo que esperar incluso después de que anotó dos goles, pero Kylian Mbappé de Francia, quien parece ser su heredero en el escenario mundial, anotó tres, convirtiéndose en el primer jugador en marcar un triplete en una final de la Copa del Mundo en más de medio siglo. El tiempo reglamentario terminó 2-2; la prórroga acabó con un 3-3, y luego llegaron los penales, que ganó Argentina 4-2, el último giro de la final más extraordinaria en la larga historia de este torneo.
Solo entonces, la espera de Messi, su agonía, llegó a su fin. Solo entonces podría al fin reclamar el único premio que se le había escapado, el único honor que anhelaba por encima de todos los demás, el único logro que podría consolidar aún más su estatus como el mejor jugador que ha jugado este deporte: darle una victoria de la Copa del Mundo a Argentina, su tercera copa en la historia pero la primera desde 1986.
Una energía agreste y en carne viva se había acumulado en Argentina a lo largo del torneo. Fluyó por las calles de Doha, repleta de decenas de miles de hinchas argentinos en el último mes. Se desbordó desde las gradas durante los siete juegos del país, una energía pulsante y urgente.
Los jugadores también lo sintieron, su euforia después de cada victoria era un poco más intensa, un poco más desesperada, la presión de no solo acabar con la espera de 36 años de Argentina para tener una tercera Copa del Mundo, sino de asegurar la apoteosis de la carrera de Messi los impulsaba y quizás agobiaba por igual. Messi, de 35 años, había dicho que esta sería su última Copa del Mundo, su última oportunidad de experimentar una alegría que él y muchos de los aficionados no habían sentido nunca en sus vidas.
Todo lo que hizo Argentina en Catar fue al extremo. Su derrota ante Arabia Saudita hundió al equipo en la desesperación. Sus victorias posteriores desataron un júbilo ferviente y desenfrenado.
Llegado el momento, no obstante, Argentina pareció llevar la carga con ligereza. Donde Francia parecía floja e incierta, el equipo de Lionel Scaloni era nítido y decidido. Ángel Di María, devuelto al equipo, atormentó a Jules Koundé en la izquierda de Argentina; Messi merodeó, atraído por un radar que ha perfeccionado en las dos últimas décadas y que lo lleva a donde sea que causa más aprietos.
Para el medio tiempo se había establecido y reforzado la supremacía Argentina. Di María, la notable amenaza de ataque del partido, había logrado un penalti decididamente suave por una falta de Ousmane Dembélé; Messi lo convirtió diligentemente y sus colegas de equipo lo cambiaron mientras los seguidores de Argentina se derritieron en un deleite.
Lo que vino a continuación, sin embargo, fue la obra maestra de su selección: cinco pases, realizados en un parpadeo, barriendo a Argentina de un extremo a otro de la cancha, culminando en un gol que iguala, por lo menos, a cualquiera de los anotados en una final mundialista en el último medio siglo.
Di María lo concluyó y hubo papeles de reparto estelar para Alexis Mac Allister y Julián Álvarez, pero pendió de un solo toque aterciopelado de Messi, de pie en la línea de medio campo, un momento de alquimia que tomó las materias primas más comunes y corrientes y las convirtió en algo dorado.
Y eso, en el momento, parecía que era todo. Gran parte del torneo había habido una selección francesa, superada en cuartos de final por Inglaterra y por Marruecos en partes importantes de la semifinal. El control que fue la marca de su victoria en Rusia hace cuatro años brillaba por su ausencia. Parecía ser un equipo que vivía incómodo en el borde.
Deschamps hizo lo que pudo para que su selección volviera al juego, al sacar tanto a Dembélé como a Olivier Giroud antes del medio tiempo. Una acción audaz y decisiva y, a partes iguales, un pánico total y ciego. Hizo poca diferencia. Francia apenas asestó un golpe a Argentina. El tiempo parecía correr en su reinado como campeón mundial.
Bastaron precisamente dos minutos para que todo cambiara. Para que la concienzuda labor de Argentina en este partido, en este torneo, se viniera abajo. Nicólas Otamendi, el defensa central canoso, calculó mal un pase bastante sencillo, lo que permitió que Randal Kolo Muani, uno de los suplentes de Francia, se le escapara; cuando se recuperó, tiró al delantero. Los franceses consiguieron un penalti, convertido por Mbappé, y con eso un rayo de esperanza.
Argentina apenas recuperaba la compostura cuando llegó el martillazo: Messi se halló holgazaneando con el balón, un toque hábil de Marcus Thuram y una primera volea feroz de Mbappé, que pasó zumbando ante el agarre desesperado de Emiliano Martínez. Los jugadores de Argentina se desplomaron, sin aliento. Habían estado tan cerca, y en un instante estaban tan lejos como siempre.
Por un rato parecía que las esperanzas de Argentina no se extenderían más lejos de llegar a un tiempo extra, y luego aferrarse a los penales. Messi, sin embargo, volvió a intervenir, decidido a no aceptar un final que no había escrito. Cuando Hugo Lloris bloqueó un tiro de Lautaro Martínez, ahí estuvo Messi para llevar el balón a la meta.
Festejó, entonces, como si supiera cuán cerca estaba, cuán cerca estaba su equipo. No contaba con la propia determinación de Mbappé, decidido a ser el amo de su propio destino. Su disparo lo manejó Gonzalo Montiel, con 117 minutos de juego, intervino para parar el penalti, para completar su triplete en una final de Copa del Mundo y asegurar que el juego llegara a la final de la conclusión más dulce y cruel imaginable.
Mbappé anotó. Messi anotó. Pero Kingsley Coman y Aurelién Tchouámeni no lo hicieron, y eso dejó a Montiel, el lateral derecho, que intentara el disparo que haría eco por los siglos. El rugido de la hinchada argentina cuando la pelota golpeó la red pareció horadar el cielo. Messi cayó de rodillas, abrazando a sus compañeros. Su espera había concluido al fin.